
Como un estallido
Sebastián Schjaer
09.11.2020
Como un estallido explora el universo sonoro de cuatro directores de cine y es el resultado del trabajo de Sebastián Schjaer en su residencia en Muito Radio. Sebastián Schjaer es cineasta y desde hace años desarrolla su trabajo como director y montajista en diversas películas. Actualmente se encuentra incursionando en la música, a partir de las influencias del house y la electrónica principalmente, bajo el pseudónimo Z e v a s t i ä n, y creando los programas que aquí presentamos en donde confluyen su interés por el cine, la música y el sonido. A continuación compilamos textos que acompañan a cada episodio, escritos por Sebastián.
Los episodios que integran esta serie deambulan por los universos sonoros de cuatro directores de cine: Jacques Tati, Jean-Luc Godard, Aki Kaurismäki y Yasujiro Ozu. Tomando músicas que aparecen en sus películas y expandiendo a partir de ahí las infinitas posibilidades que se despliegan de la percepción sonora de sus obras, los cuatro episodios que conforman esta serie se sumergen en esos mundos formados y deformados a través del sonido. Es en ese collage de tonos, estilos, colores, ritmos, intenciones e intensidades, que las múltiples formas sonoras de cada director encuentran un nuevo (des)orden.
Montar una película es para mí una tarea misteriosa, indescifrable y obsesiva. Es vivir cotidianamente en un territorio de incertidumbre y encontrar ahí cierta comodidad. Es hacer de ese terreno en movimiento constante un lugar de permanencia, donde la maleabilidad de los materiales se vuelve condición necesaria para encontrarles un nuevo estado. Creo que algo parecido ocurre con los sets cuando están hechos de y con el vértigo de esa incertidumbre, donde cada signo de puntuación se escribe sin saber qué palabra le seguirá, pero con la certeza de que ahí atrás hay un mundo agazapado que vale la pena estallar.
Ojalá al aventurarse en estas mezclas puedan respirar algo de lo que yo respiro cada vez que me sumerjo en los mundos de estos directores.
Jaques Tati: El cuerpo y la máquina en un juego imposible
En las películas de Tati el mundo parece estar lleno de máquinas. Como si de un día para el otro la vida cotidiana se hubiera despertado atravesada, intervenida y reinventada a partir de artefactos, Tati atraviesa esos paisajes modernos sin terminar de entender de qué se trata todo eso. Los objetos, bajo su mirada y sobre todo bajo su percepción sonora, aparecen representados como un verdadero misterio, una caja negra imposible de desarmar, un pedazo de lata caído de alguna galaxia lejana.
Como un Buster Keaton electrónico, Tati se acerca a las máquinas para, sin proponérselo, devolverles una vida propia. Y en ese encuentro imposible se repelen y se reinventan mutuamente en un baile alocado e hilarante. Ahí están la casa-máquina de “Mi tío”, la ciudad-máquina de “Playtime” y el coche-máquina de “Trafic”. Máquinas que, con Tati al lado, se ven desprovistas de su utilidad original y reinventadas del modo más disparatado.
La tecnología nunca fue tan simpática como en sus películas. De ahí que los espacios-maqueta por donde transitan los personajes sean tan artificiales como los sonidos que provocan. Porque por sobre todas las cosas en las películas de Tati nada parece sonar como alguna vez lo escuchamos; o quizás sea necesario escuchar todo de nuevo para darnos cuenta que esos sonidos estaban ahí acurrucados, dispersos y listos para volver a sonar.
Jean Luc Godard: Estallarlo todo y empezar de nuevo
Estallar las reglas con tal grado de contundencia que las partes que han volado por los aires más que formar una nueva unidad o un nuevo conjunto se sigan descomponiendo infinitamente hasta el límite de lo representable. De ese estallido inicial y del desconcierto que le sigue están hechas las películas de Godard. Y también de la diversión sin límites ante esa repentina libertad por reinventar todas las reglas.
Con esa infinidad de materiales dispersos, inconexos, (im)posibles, y con una imaginación sin límites, Godard reescribe las reglas del juego para luego volver a borrarlas en la siguiente película y así sucesivamente. Esta apuesta es llevada a cabo de forma tan radical que unx como espectador no puede sentir otra cosa que el vértigo profundo que provoca esa sensación de infinitud, esa pulsión incontrolable por repensar todo.
Y es en ese mundo de infinitas formas donde caben la cultura pop y Ravel, los Rolling Stones y Mozart, el twist y Georges Delerue. La melodía como ruido, el ruido como palabra y el lenguaje (des/re)articulado que gira sobre sí mismo. El fotograma, el entramado de puntos del video, el pixel de la imagen digital. Y es con todos esos elementos dispersos que Godard genera una sonoridad que no se parece a nada que hayamos escuchado antes.
Aki Kaurismäki: Nubes pasajeras en un paraíso llamado Frank
Encontrarme con el cine de Aki Kaurismäki me hace bien. Cada vez que vuelvo sobre sus películas tengo la misma sensación de salir transformado y de no saber porqué. En el camino, ocurre siempre ese milagro cinematográfico propio de su universo en donde convive el tono de un cuento de hadas con la crítica más mordaz y aguda sobre la sociedad contemporánea. Es un gesto, sin embargo, que no esconde ningún cinismo. Como alguna vez se ocupó de aclarar, “cuanto peor esté el mundo, más ridículamente optimistas van a ser mis películas.
Es como si al traducir ese gesto a la puesta en escena, Kaurismäki iluminara algún estado de pureza desde el cual es posible volver a imaginar; o como si en ese simple acto de reconstruir el mundo subrayando su artificialidad, el cine hiciera posible volver a creer en ese otro lado de la esperanza; o como si todo esto en lo que nos hemos convertido no fuese más que una nube pasajera que ponto dejará al descubierto esa otra cara del mundo, que es sencillamente mejor.
Y así, en esa acumulación de gestos y de rostros y de objetos y de músicas, sus películas generan un efecto hipnótico en el que dan ganas de quedarse. Desde esas imágenes y desde esos sonidos Kaurismäki construye mil y una formas de dignidad, mil y una formas de insistir en que es posible recuperar la ilusión. Aquí van, pues, esos sonidos que reafirman una y otra vez la belleza de estar en este mundo y llamarse Frank. Y la crudeza de atravesarlo, claro.
Yasujiro Ozu: Dos metros sobre el nivel del suelo
A veces, cuando veo las películas de Ozu, se me cruza la imagen de un niño completamente independiente que, sin tanto alboroto, hace lo que quiere con una mezcla única de radicalidad, coherencia y convicción. En ese estilo tan suyo, mantenido a lo largo de tantas películas, Ozu parece haberse ocupado de hacer de su vanguardia una tradición instalada, una afirmación contundente llena de sutilizas y matices que como espectador se acepta y acompaña sin hacer demasiadas preguntas. Porque Ozu suele generar eso, cierta paz y confianza de saber que se está en buenas manos y que con una delicadeza casi imperceptible llegará a zonas a las que sólo con ese grado de convicción y discreción parece poder llegarse.
Poco a poco, mientras unx se adentra en sus películas comienza a aparecer una conclusión de la que después de un tiempo ya es difícil escapar, y es que ahí, en ese estado, en esos espacios, en esos personajes, en esas sonrisas y en esos sonidos hay que permanecer por mucho tiempo. Las películas terminan, pero siempre queda una estela sutil e invisible que se va acumulando en unx. Así, Ozu se vuelve un hábito, un director al que recurrir, un refugio ineludible una y otra vez sin que nunca se agote. Y es que por más tiempo que unx permanezca ahí en su universo y por más cotidiano que sea el cruce con sus películas, Ozu siempre conservará ese misterio tan discreto y embriagador.